martes, 22 de julio de 2008

un día conoció a Nenaluna o Azulunala

Vetinto recorría diferentes islas todas desiertas y un día encontró a una chica que, anaranjada, lloraba sola en una de ellas. – Cómo te llamás –dijo.
– Nenaluna o Azulunala, mi papá me puso un nombre y mi mamá me puso otro. Entonces tengo los dos nombres puestos y me llamo de las dos maneras.
- Y, decime Nenaluna…
- Nenaluna o Azulunala es mi nombre… es mi nombre completo. Con "o" intermedia.
- Vos sos la única que vive en esta isla desierta, Nenaluna o Azulunala.
- Cuando la gente dice que una isla está desierta, necesariamente lo dice desde afuera, entonces pudo haber llegado alguien sin que esta gente lo sepa… y cuando dice que está desierta y están en la isla, bueno… ¡quién podría confiar en esa gente!
Vetinto no quiso discutir más, temiendo que las cormópolas otra vez incluso en estas tierras inhóspitas; y siguió caminando y fotografiando el lugar. La chica, entretanto, lloraba anaranjada, lo cual no significa tristeza o angustia (y en verdad no significa, sólo colorea) y quiso hablarle.
Con este fin, sacó de una de sus alforjas un radiante trepebopo y extendió su mano para ofrecerle. Vetinto comenzó a babear espuma verde como escupida de mate, tal como suele sucederle ante la presentación de un trepebopo y enseguida se abalanzó y comenzó a deglutirlo y, por ende, a transmitir.
Nenaluna o Azulunala lloraba, no mostraba otro rictus de tristeza o angustia, simplemente le goteaban las lágrimas naranjas por su pálida cara redonda. Movía los bracitos sí, unos bracitos mucho más cortos de lo que cualquiera hubiera esperado, los blandía de un lado a otro, pero nada más. Una lloraba, el otro babeaba, rasgaba su trepebopo y se llenaba de miguitas el saco mientras transmitía ondas que Nenaluna o Azulunala veía pasar entre sus lágrimas, algunas hacían interferencia de manera tal que el mensaje del trepebopo no podía propagarse de manera inteligible.
Finalmente Nenaluna o Azulunala explicó a Vetinto que ella no era de esa isla desierta, que todos tenemos alguna isla desierta, que todos tenemos parajes y geografías propias, que ella venía de la luna (quizás por eso se la veía pálida y tal vez, gélida) que las lágrimas eran secreciones bonitas, sobre todo cuando son naranjas en una cara redonda, y que a ella le gustaba llorar, que el choque de las ondas que transmitía el trepebopo con sus lágrimas producían chasquidos y fuentes momentáneas de energía y que lloraba por todo eso y que lloraba sin más. Sin más significado, supongo que pudo haber querido decir.
Vetinto recobró la compostura, no la estaba escuchando. Vetinto es un adicto al trepebopo: cuando hay trepebopo, no habla ni escucha, pero transmite. Le daba vergüenza preguntar por el contenido de las palabras que le acababan de ser dirigidas. Quizás sólo necesitaban los dos tener a alguien al lado, quizás ninguno de los dos había querido conversar, al fin y al cabo, se habían encontrado en una isla desierta.
Se saludaron, y el saludo era alegre y cordial después de todo.

miércoles, 25 de junio de 2008

Nunca supo que lo invitaban a una orgía

Vetinto se acomodó la pilcha porque al fin y al cabo era una invitación de esas que no se reciben todos los días. En particular porque no quedaba muy claro adónde ni quiénes lo invitaban, ni si era del todo una invitación. Las parópilas habían decodificado el grasoso mensaje, lo habían untado en un trepebopo y él se lo había comido lo más pancho. No obstante, era ambiguo el contenido de la misiva.
Caminaba a pasos rápidos para acercarse a algún lugar en donde sabía que habría de darse cuenta inmediatamente de que allí lo estaban esperando. En su cabeza giraban ideas deshermanadas entre sí, en sus talones el punto de empuje para apurar el paso a los saltitos.
Una puerta era más oscura que lo habitual así que detectó con su óspilo que se trataba del lugar. Golpeó con seguridad pero suave, esperó a dos o tres pasos de la puerta como si dejara espacio para esquivar un golpe certero del boxeador que podría –pero no debería- estar del otro lado. A su alrededor una nube de cormópolas cantándole y diciéndole que no debía ir. Siempre esas malditas alimañas turbias ahí siguiéndolo, incomodándolo. La puerta se abrió sin contemplaciones…
Un hombrecito calvo, seco y bajo le dio la bienvenida. – Vetinto – dijo él a modo de presentación. El anfitrión se sacudía el saco y lo miraba bonachonamente: lo sé –fue todo lo que dijo y lo invitó a seguirlo atravesando el corredor.
Las cormópolas se quedaron afuera, como desentendiéndose del hecho, prefiriendo tal vez gritar sobre el sonido de una hoja seca al caerse, ensombrecer algún atardecer redondo, en fin esas maldades que las cormópolas.
Se sucedieron varias habitaciones. Vetinto seguía el camino cansino del pequeño calvo, y los dos eran caracoles transitando con su baboso andar. Comenzaron a oírse ruidos de una de las salas del fondo de la casa. Intentaron apurar el paso, pero las parópilas.
El hombreñuelo abrió la puerta y ofreció el espectáculo a los ojos de Vetinto, quien apretaba un trepebopo que llevaba en el bolsillo. Cuerpos e incluso partes de cuerpos se bamboleaban y vertían chorreando por el piso y otros arrancados del suelo. Dionisio era ensalsado en esa salsa de cuerpos que se atacaban y se repelían, se entrecruzaban y se entremorían. La sala era pequeña y los cuerpos y partes de cuerpos eran más de quince.
- Por aquí –convidó el hombrecito al festín – lo estábamos esperando. Y comenzaba a desabrocharse todas sus ropas al unísono.
- Pensé que se trataba de otra cosa –respondió Vetinto ante el desconsuelo de los cuerpos vertiéndose en diferentes estratos de la sala. – Yo… el mensaje… en fin… no era claro. El hombrecito no esperó más respuesta y se entreveró con una morocha de rulos. Vetinto volvió caminando despacio hacia la puerta de calle, afuera estaban los colores de siempre, la puerta era ahora menos puerta. Y por todos lados esas cormópolas.