miércoles, 25 de junio de 2008

Nunca supo que lo invitaban a una orgía

Vetinto se acomodó la pilcha porque al fin y al cabo era una invitación de esas que no se reciben todos los días. En particular porque no quedaba muy claro adónde ni quiénes lo invitaban, ni si era del todo una invitación. Las parópilas habían decodificado el grasoso mensaje, lo habían untado en un trepebopo y él se lo había comido lo más pancho. No obstante, era ambiguo el contenido de la misiva.
Caminaba a pasos rápidos para acercarse a algún lugar en donde sabía que habría de darse cuenta inmediatamente de que allí lo estaban esperando. En su cabeza giraban ideas deshermanadas entre sí, en sus talones el punto de empuje para apurar el paso a los saltitos.
Una puerta era más oscura que lo habitual así que detectó con su óspilo que se trataba del lugar. Golpeó con seguridad pero suave, esperó a dos o tres pasos de la puerta como si dejara espacio para esquivar un golpe certero del boxeador que podría –pero no debería- estar del otro lado. A su alrededor una nube de cormópolas cantándole y diciéndole que no debía ir. Siempre esas malditas alimañas turbias ahí siguiéndolo, incomodándolo. La puerta se abrió sin contemplaciones…
Un hombrecito calvo, seco y bajo le dio la bienvenida. – Vetinto – dijo él a modo de presentación. El anfitrión se sacudía el saco y lo miraba bonachonamente: lo sé –fue todo lo que dijo y lo invitó a seguirlo atravesando el corredor.
Las cormópolas se quedaron afuera, como desentendiéndose del hecho, prefiriendo tal vez gritar sobre el sonido de una hoja seca al caerse, ensombrecer algún atardecer redondo, en fin esas maldades que las cormópolas.
Se sucedieron varias habitaciones. Vetinto seguía el camino cansino del pequeño calvo, y los dos eran caracoles transitando con su baboso andar. Comenzaron a oírse ruidos de una de las salas del fondo de la casa. Intentaron apurar el paso, pero las parópilas.
El hombreñuelo abrió la puerta y ofreció el espectáculo a los ojos de Vetinto, quien apretaba un trepebopo que llevaba en el bolsillo. Cuerpos e incluso partes de cuerpos se bamboleaban y vertían chorreando por el piso y otros arrancados del suelo. Dionisio era ensalsado en esa salsa de cuerpos que se atacaban y se repelían, se entrecruzaban y se entremorían. La sala era pequeña y los cuerpos y partes de cuerpos eran más de quince.
- Por aquí –convidó el hombrecito al festín – lo estábamos esperando. Y comenzaba a desabrocharse todas sus ropas al unísono.
- Pensé que se trataba de otra cosa –respondió Vetinto ante el desconsuelo de los cuerpos vertiéndose en diferentes estratos de la sala. – Yo… el mensaje… en fin… no era claro. El hombrecito no esperó más respuesta y se entreveró con una morocha de rulos. Vetinto volvió caminando despacio hacia la puerta de calle, afuera estaban los colores de siempre, la puerta era ahora menos puerta. Y por todos lados esas cormópolas.